Lumeje es uno de los municipios de la provincia de Moxico, en Angola. El argentino Marcos Aragón dice que es grande -habitan diez mil personas- aunque no cuenta con infraestructura. Todo es de tierra, las casas son de adobe, paja -algunas tienen chapa- y no hay servicio de energía eléctrica. El paisaje es monocromático y la muerte la frecuenta con insistencia.
Marcos viajó al continente africano para responder a su vocación. A los 16 años empezó a misionar con una parroquia de la Ciudad de Buenos Aires y se sintió bien. “Anduve por La Pampa, Santiago del Estero, Santa Fe, Entre Ríos. Me di cuenta que la vida me llamaba a eso. Me daba mucha felicidad”, contó.
Apenas se enteró de que la iglesia enviaba voluntarios a África, supo que había encontrado un camino; “sentí que era eso lo que estaba buscando”.
Los primeros pasos en una realidad tan distinta a la que siempre conoció fue impactante. “No tienen bienes materiales. Las casas son de barro, paja y listo. No hay nada más”, describió y agregó que para la comunidad la vida consiste en buscar la comida para ese día. Además, bailan. Tienen sus cánticos y danzas. “Es la simpleza de vivir por vivir”, sintetizó.
Marcos intenta desplazarse cuatro o cinco veces en la semana a las aldeas para ver cómo están los pobladores, si necesitan medicamentos. El recorrido en la 4×4 es exigente porque los caminos no son caminos. Demora más de tres horas para llegar a una de las aldeas que está a 70 kilómetros.
“No vamos a estar asistiendo siempre. La idea es generar el autosustento, tanto de alimentos como de educación. Por supuesto, siempre respetando su cultura”, definió.
“Cuando apareció el coronavirus, salió la vacuna. ¿Hace cuánto que mueren millones de personas en África por malaria y todavía no hay vacuna?”
Contó que la tasa de mortalidad es muy alta porque la sociedad no tiene acceso a medicamentos. La tradición para enfrentar una enfermedad es ir al curandero que se dirige a un lugar especial por motivos espirituales y entrega los yuyos que corresponden para la recuperación del enfermo. El problema -apunta Marcos- es cuando llega una persona que tiene lepra y necesita un tratamiento. Por eso, debe lidiar con el dilema de no interferir en la cultura, “aunque tampoco quiero que se mueran”.
Además, el nivel de la educación es muy baja. Y si bien la tierra es buena, la nutrición es un problema porque “la comida es muy reducida”. Es a base de mandioca y acompañada a veces con algún pescado u hojas. Por eso, enseñamos a cultivar”.
Evidentemente, el mundo tiene los recursos para que todos vivan bien, pero no sucede. La distribución de recursos es muy mala.
Sobre el Covid-19, dijo que se conoce aunque desde el inicio de la pandemia se registró un solo caso “porque no hay tests. Hay una sola sala de hospital que tiene un par de enfermeros. No hay médicos”. En la mayoría de los países de África la gente muere -hace cientos de años- por malaria. Por eso, la pandemia de coronavirus no importa.
“Cuando apareció el coronavirus, salió la vacuna. ¿Hace cuánto que mueren millones de personas en África por malaria y todavía no hay vacuna?”, se preguntó.
El proceso para vincularse con los jóvenes de Lumeje no fue simple. Hubo que derribar primero la barrera que se erige por el color de la piel. “Se perciben como inferiores, escucho que dicen que la piel negra no sirve en el mundo. Es muy doloroso. Al principio me trataban con mucho respeto. Hoy ya nos hacemos bromas”.
“Aprendí mucho sobre la resiliencia”, reflexionó Marcos que ya se va incorporando a la dura vida africana. Aunque le cuesta aún naturalizar la frecuencia de la muerte.
Recordó que cuando llegó a Lumeje, a la semana de haber conocido a tres chicos, murieron. Eso pasa todo el tiempo. Preguntó por qué pasó con uno de ellos, un bebé. La madre respondió que tenía tos. “Me cuesta mucho adaptarme a eso. Es manejar unos niveles de impotencia que no había vivido antes. Uso ese dolor para ayudar. Para consolar, estar ahí. Prestar el oído. Para eso vine”.