Por Lorena Direnzo
Cuando se jubiló, Eduardo Lemos supo que su vida daría un giro. No solo dejaba atrás su carrera como ingeniero mecánico sino que vislumbraba un camino completamente diferente. La idea le fascinó: la vieja casona perteneciente a su familia podía albergar distintas actividades culturales, un nicho casi ausente en Viedma y en la región. No por la falta de propuestas culturales sino por la falta de espacios para llevarlas adelante.
Así en diciembre del 2024 abrió sus puertas «El Viejo Taller», en la calle Guido 932, en el barrio Fátima, a solo nueve cuadras del río Negro. La sala cuenta con capacidad para 70 personas y su impulsor la define como «un lugar de encuentro».
«No soy músico, tampoco tengo un pasado artístico fuerte, pero lo cierto es que el canto me impulsó a descubrir el mundo del arte. Sabemos el momento difícil que atraviesa hoy la cultura. Estamos ante un contexto complejo en el que el sector público se retira de la financiación de las actividades culturales. Ahí surgimos nosotros, como un lugar de resistencia», recalca este hombre de 81 años que nació en el barrio de Flores en Capital Federal. Se radicó en Viedma hace 45 años.

En ese momento, cuenta, como «no tenía mucho campo para ejercer su profesión» decidió montar un negocio destinado a la venta de maquinaria pequeña, principalmente de jardinería, como grupos electrógenos, bombas de agua, motosierra, motoguadañas y tractores para cortar el césped. «Además de venta, tenía un taller de servicio técnico que era mi fuerte», cuenta. También ejerció como profesor en una escuela industrial de Viedma.
No bien se jubiló, Eduardo vendió el fondo de comercio y al cabo de un tiempo, le terminaron devolviendo esa antigua casa de más de cien años. Pensó en continuar en el rubro, pero desistió. Era el momento de dar un paso al costado y emprender nuevos rumbos.
Durante ocho años, Eduardo había participado del coro de la Universidad Nacional de Río Negro de la Sede Atlántica y casi en paralelo, se creó la Fundación Trama Cultural Patagónica para promover la cultura en todas sus expresiones, incluida la actividad coral. Al no contar con un espacio propio para realizar actividades culturales, tenía un convenio con la Universidad Nacional de Río Negro, con la Cámara de Comercio y hasta con un centro de jubilados.

«La fundación tenía suficiente autonomía para planificar sus propias actividades, promover actividades culturales con artistas locales. Por eso, con mi familia decidimos ceder nuestra vieja casa de más de 100 años a la fundación para poner en marcha un espacio cultural, para que distintos grupos se expresen», comenta. Simultáneamente, surgió la posibilidad de subalquilar un espacio gastronómico con la finalidad de que el espacio logre autofinanciarse «ya que hay servicios que pagar, impuestos. El espacio está totalmente disponible, pero lo cierto es que no es un lugar púbico».
Eduardo descarta tener «ninguna pretensión de lucro personal. Soy jubilado y ese edificio es de mi familia. La casa estaba muy deteriorada, de modo que requirió mucho esfuerzo para reacondicionar los techos y los pisos. La restauración tomó nada menos que tres años hasta que en diciembre logramos inaugurarlo».
Antes de la apertura, los mismos artistas organizaron un festival al que decidieron llamar Minga. Durante esa jornada, pintaron el espacio, mientras otros se sumaban a cebar mate y algunos, a cantar. «Se generó una sinergia interesante. Los mismos artistas lo toman como algo propio. En la medida en que cada uno se apropie del espacio adquiere otro valor», dice.

Desde su apertura, han pasado la bajista Malena Azul, el folclorista cordobés Fernando Romero, Georgina Herrera, una cantante que resultó preseleccionada para participar en el Festival de Cosquín y la cordobesa Clara Cantore, entre tantos otros.
¿Cómo funciona el espacio? Con un programa que se arma a medida que los artistas solicitan la sala para llevar a cabo sus actividades. Shows musicales, muestras de arte, encuentros fotográficos. Talleres de teatro, música yoga y baile, «a demanda de los profesores». El abanico es amplio. Los géneros y las temáticas también.
Ahora, Eduardo vuelca sus días a la tarea de coordinación en el centro cultural aunque también continúa colaborando con la Casa del Jubilado Rionegrino. «De mi profesión en Ciencias Exactas pasé el arte, sin pausa. No extraño mi profesión. Estoy abocado a este nuevo camino», advierte.

«A esta altura de mi vida, lo monetario ya es una cuestión secundaria. Uno piensa en hacer cosas que lo satisfagan y esto, sin duda, lo hace. Me alimenta el espíritu y me estimula a continuar. Ya entré en la era de la ochentena y estas cosas son un revivir. Y la recepción por parte de los artistas ha sido interesante ya que les ofrecemos un espacio para que muestren sus virtudes artísticas», comenta.
Por último, recalca que «estamos brindando un espacio que no abunda. El municipio ofrece espacios y, a la vez, hay espacios privados como bares, pero esto es otra cosa».